Hay literatura que sucede de maneras que no imaginamos. Porque, aunque nos encantaría, no sólo necesitamos de una habitación propia para escribir una novela, como proyectaba Virginia Woolf.
Dolores Reyes ya publicó dos, pero antes de poder pensar en eso crió a siete hijes, estudió dos carreras, fue docente muchísimos años y llevó adelante una casa. Y recién cuando tuvo el tiempo y el deseo se sentó en su cuarto, de noche, para escribir lo que veía tan claro cada vez que cerraba sus ojos.
De esas vigilias surgió Cometierra, editada en el 2019 por Sigilo. Un mundo adolescente que cobraba vida en el conurbano, en donde Aylén masticaba lo que encontraba en el suelo, en macetas, para entender qué había pasado con las mujeres que ya no estaban. Qué le había pasado a su mamá. Hasta que entre tanto enojo, empezó a sentir que quizás podía hacer algo por las que todavía estaban vivas. Lejos, pero vivas.
La denuncia por estas violencias que se encarnan desde hace ya mucho tiempo en nuestra sociedad estaba teniendo otra forma. Dolores quería decir algo y supo cómo. Y mucha gente quiso escucharlo. Desde ahí, el resto es historia: la novela fue un éxito y Dolores viajó a decenas de ferias y festivales para explicar cómo hizo que hasta en Turquía quisieran leerla. Cómo hizo para que las historias nacidas en su Caseros natal estremecieran al mundo. Y cuando volvió, le puso pausa a su carrera docente y prendió la luz de su cuarto, una vez más, para seguir alumbrando a los personajes con quienes había construido otra vida.
Así surgió Miseria, su segunda novela, editada por Alfaguara. Aylén, el Walter y su novia, quien le da nombre al libro, se mudan de Podestá a Liniers. Un barrio nuevo y las ganas de Cometierra de no volver a usar su don nunca más. Una nueva andanza para contar qué sigue pasando en esta parte del mundo. Porque como ya dijimos, la literatura también denuncia.
Y ahora, pasada la efervescencia de la publicación, Reyes sigue teniendo cosas para decir. En Feminacida hablamos con ella sobre qué implicó usar un lenguaje propio de las adolescencias del conurbano, por qué piensa que deberíamos empezar a cuestionarnos las representaciones de la maternidad y cuáles siguen siendo sus premisas a la hora de registrar la violencia. "Mis libros están llenos de identidad y de memoria y de justicia", asegura.
Escribiste Cometierra en una etapa de tu vida más adulta, después de haber sido madre y haberte dedicado a la docencia muchos años. ¿Cuándo empezaste a pensarla?
Yo creo que sucedió cuando me separé. En realidad cuando empecé a pensar en eso, porque me costó la separación. Había sido mucho tiempo de haber maternado, siento que necesitaba concentrarme para volver a mí, para volver a encontrar lo que me gustaba. Iba en piloto automático, criando, trabajando, la casa. Me había desconectado mucho de lo que quería. Y justo ahí apareció la escritura, que en la adolescencia la había disfrutado muchísimo, pero cuando empecé a maternar e hice la carrera, todo eso pasó a otro plano. Y cursando la Licenciatura en Letras siempre leí muchísimo y produje textos, pero era otra cosa. Yo tenía ganas de entrarle a la ficción, como una forma de reconectar conmigo. Y ahí busqué a alguien que tuviera una mirada parecida a la mía. Y en ese momento me acuerdo que sentía que había alguien que estaba mirando para el mismo lugar que yo, que era Selva Almada. Ahí empecé.
¿Qué hacían en esos talleres con Selva?
Al principio escribíamos textos que surgían de consignas, después nos independizamos. Llevábamos algo escrito cada clase y después los escuchábamos. Todo arrancó porque, en ese ejercicio de escuchar al otro, un compañero leyó un texto súper poético que terminaba en ‘Tierra de Cementerio’. Me acuerdo que estaba muy concentrada escuchándolo. Y a mí, cuando él dijo eso, se me apareció una nena que comía tierra de un cementerio. En mi visión estaba sentada sobre la tierra del cementerio, así como al principio de Cometierra, que tiene todo el pelo llovido y largo, entrando en contacto con otros cuerpos. Desde ahí fue empezar a armar eso por escrito, pero también tirar un poco de los hilos de la ficción y pensar qué le pasaba comiendo esa tierra en particular que estaba en contacto con otros cuerpos. Y con eso me surgió la idea de algo que es del orden de la historia, el alma, la experiencia de una persona que muere y va depositando eso con los huesos, la sangre, la carne, las uñas. Y ella lo que hace al llevarse la tierra a la boca y tragarla, poder ver eso: lo que la tierra le está mostrando de esa persona.
Tu primer libro comienza en el cementerio con Aylén tratando de visualizar qué había pasado con esas mujeres que estaban muertas. Pero en un momento ella empieza a pensar que ese don también podía usarlo de otras maneras. ¿Cuándo empezaste a imaginar que Cometierra también podía recuperar vidas?
Para mí, el cementerio fue el punto de partida. Para mí, simbólicamente, la tierra en realidad está muchísimo más ligada a la vida, a los ciclos de la agricultura, al conocimiento de las mujeres. Eso también era algo que tenía muy presente, la tierra como principio femenino para muchas culturas. La pachamama en América Latina es un ejemplo que está muy ligada al conocimiento, a los ciclos de la agricultura, a la alimentación, al sostén, pero también a la muerte, porque es ese útero que recibe los cuerpos cuando ya no tienen vida, reconfortándolos. No es una muerte fría, sino la vuelta a ese ciclo vital mucho más cálido y que está en realidad tocándose con la vida, como parte de un ciclo, como los dos extremos tocándose y pasando de un lugar a otro, que es un poco lo que hace el personaje también. Ella puede leer eso muy bien e intenta ver a través de los volantes quién le parece que está con vida todavía y trata de priorizar eso. Y muchas veces llega sólo a devolver un cuerpo, pero que para ella no es algo menor.
No, para nada. La recuperación de un cuerpo en esas situaciones me parece que es algo que hace posible el duelo.
Sí, yo también lo creo. Vivimos en un país en el que todavía hay organizaciones de mujeres buscando a sus hijos porque justamente es lo inimaginable. Si ya es terrible que las madres tengan que enterrar a sus hijos, que no haya un cuerpo para empezar a duelarlos prolonga esa tortura y esa incertidumbre de no saber qué les pasó, dónde están. La comprobación de saber eso es vital para empezar a armar una historia con un cierre y a empezar a duelar.
Hablando de estas búsquedas, entre los nuevos personajes que escribís en Miseria, me llamó la atención un padre, Julio, que es el único hombre que se acerca a Cometierra entre tantas mujeres.
Cuando lo escribí pensaba un poco en Federico, el padre de María Cash. No suelo meter casos que me hayan conmovido, trato de separarme de casos reales para no tocar sensibilidades. Pero me conmovió tanto ese padre buscando a su hija hasta el último aliento vital. Porque hace un par de años murió en la ruta yendo tras los pasos de su hija, que sigue desaparecida hasta el día de hoy. Como pasó hace unos días con la madre de Florencia Penaquini también, gente que se va sin saber qué pasó con sus hijas. Es algo tan triste y horrible que se repite desafortunadamente.
¿Cómo sentís que actúa el Estado en estás situaciones? ¿Cómo lo registrás más allá de la escritura?
Yo creo que cuando tenemos policías implicados en las desapariciones de muchísimas mujeres, como la de Cecilia Basaldúa en Córdoba o como la Griselda Blanco, siento que está todo el sistema metido. Cuando tenemos infinidad de madres que van a las comisarías, se les cagan de la risa y les dicen que seguro pasaron otras cosas. Y que por eso empiezan a buscarla a esas pibas muchos días después, cuando esas horas son vitales para recuperar a alguien con vida. Ahí siento que está el desprecio del Estado hacia la vida de las mujeres, cuando tenemos un altísimo porcentaje de femicidios en Argentina realizados con armas de fuego pagadas por el gobierno. Yo siento que el Estado no hace nada o hace poquísimo por la vida de las mujeres, y eso también se ve a nivel presupuestario. Siempre seguimos nosotras armando redes y tratando de darle vuelta a esta violencia, pero a nivel estatal es muy poco. Y de hecho, si se coloca este tema en las agendas políticas de los candidatos y de los partidos, es por la presión de las organizaciones feministas.
En tu último libro, Miseria está embarazada y, después de ir un par de veces al médico del hospital, decide finalmente que una amiga le ayude a tener a su bebé. ¿Por qué pensaste en un parto así?
En realidad, tenía los ojos puestos en el nacimiento. Hay un momento del primer libro en donde Aylén come tierra de sí misma cuando se está yendo de Podestá y ve que van a volver, que está el Walter, que está ella, que en la casa se perdió casi todo menos la salita de atender, que están todas las botellas adentro. Y que hay un niño ahí dando vueltas que, por supuesto, ella no sabe quién es. Eso es lo que quise desarrollar en Miseria, me interesaba muchísimo meterme no sólo en el tema de la violencia obstétrica como una de las armas disciplinadoras del cuerpo y del goce de las mujeres, sino también en el tema de la representación de un parto. Está tan estereotipada esa representación en las películas, en las series, que me parecía increíble que no hubiese una disputa por el sentido y la forma de esa representación. Siempre es una mujer que llega llorando, descontrolada, toda transpirada a un hospital, histérica, a los gritos, que no sabe nada de lo que le está pasando, y cada vez grita más, y es el personal de salud el que trata de calmarla y que le dice lo que tiene que hacer y ella llora, se desespera cada vez más, y aparecen todos estos pujos, este dolor desmesurado, unos gritos increíbles, hasta que de repente todo se tiñe de sangre y llega un bebé, flamante, limpio, todo rozagante. Me impresiona muchísimo eso, siendo un momento central en la vida de muchísimas mujeres, cómo no hubo otras formas de representación de eso. Y con Miseria yo transité esto, la seguí en éstos dos libros desde mi óptica y traté de escribir su parto de esa manera.
¿Cómo fue el proceso de escritura de Miseria? Porque de tu primer a tu segundo libro cambiaste de editorial, manejaste otros tiempos de publicación; el ya ser reconocida, sumado a las ansias de quién quería volver a leerte.
Uy, sí. El último proceso fue súper distinto. Primero porque hubo una pandemia, no existía esta juntada cuerpo a cuerpo, de escucha, de leernos, eso no estaba. Fueron dos años de encierro intermitente y yo tenía que escribir ahí, tenía que encontrarle una forma distinta, eso fue muy difícil. Pero tenía mucha voluntad, yo de alguna forma los seguía viendo a ellos. Y yo sabía desde dónde empezar, porque Cometierra termina con ellos tomándose un colectivo que va de Podestá a Liniers. Así que cuando empecé a escribir de nuevo, me imaginé qué era lo que veían, qué les estaba pasando. Un lugar tan distinto a un barrio, con muchísima más gente, colectivos, policías y santerías. Y después quería contar cómo arman una casa ellos por primera vez, construir un hogar, con los recursos que tienen, cómo van haciendo eso.
Elegiste un lugar para situar el libro donde ese agobio de gente y ruido de noche desaparece, y se crea un ambiente oscuro donde los personajes suelen tener miedo de transitar. ¿Sentiste que Liniers iba a ser un barrio interesante para desarrollar la historia?
Sí, tenía mucha tela para cortar. Es que suceden cosas muy distintas: de día están las santerías, el sol, los cereales, las frutas, la gente, el ruido. Y de noche es de paso, late el peligro cuando se va la claridad. Cuando ya no está toda esa muchedumbre de los locales es heavy. Me parecía súper interesante armar algo ahí, porque también es una zona de borde, ¿no? Entre Capital y Provincia. Es Capital, pero estás a un paso de Provincia.
Con esta locación y por cómo se expresan los personajes en la novela, ¿pensaste, con la experiencia de las traducciones de Cometierra, que Miseria iba a ser un libro en el que también te costaran algunas adaptaciones?
Eso lo pensé muchísimo. El qué se entiende y qué no. Es dificilísimo. Está muy bueno que los traductores te preguntan y te mandan archivos… hasta he hecho llamadas para explicar cosas que no se entendían del todo, porque es muy difícil a veces. Me han preguntado "por qué una pared con una planta se puede pudrir". Porque claro, me lo está preguntando una persona que vive en Noruega en castillos de piedra. Ahí nunca va a pasar eso, no está la concepción de una casita precaria como pueden tener Miseria o Cometierra. Es tan distinto, ¿no? Me mandan fotos de un mega shopping y me dicen: "¿Así es la salada?" Hay conceptos que también son muy difíciles. Y son cosas que yo no puedo contestar solo con una palabra sino que tengo que hacer una explicación, tengo que componer un estado de lengua periférica, un cierto argot, sacar esa palabra por contexto. Por eso siempre es un ida y vuelta interesante, porque tienen que encontrar una suerte del estado de lengua en ese momento para armar la novela. Con Miseria, sé que recién empiezan a venderse las traducciones, pero me va a pasar lo mismo, porque hay cuestiones, palabras que tienen otro significado. Pendejo se identifica como algo absolutamente negativo. Voy a tener que ir viendo cómo se usa esa palabra dentro de un diálogo o de un sistema de escritura, porque en el libro tiene un valor cariñoso, una connotación dulce.
Nombraste al Pendejo y a la manera amorosa en que lo tratan, pero sucede en una escena que Tina, Miseria y Cometierra notan que en algún momento va a crecer y se va a convertir en hombre, con todo lo que eso implica. ¿Cómo pensás que las masculinidades se incorporan en el libro?
Esa escena tiene que ver conmigo, la escribí pensando en mis hijos en el futuro y diciendo: "Ahora es un bebé o un nene y algún día va a ser un hombre". Yo tengo ahí el intento de formación, cómo formar hijos que no sean violentos, pero a veces es tan difícil porque una piensa que le da un mensaje y después ese pibe sale a la sociedad y ve otra cosa. Tiene millones de mensajes más y algunos son nefastos. Hay algo que se discute en mi casa con mi hijo más chico sobre todo, que es fanático del fútbol, que son las situaciones del jugador de Boca procesado por violación con varios testimonios de mujeres. Siempre está ahí esa conversación y una pregunta: ¿Qué es lo que vale más, la vida de una mujer, el consenso que él haya violentado a mujeres? Pero la sociedad le está diciendo que vale más que haga goles y que salga campeón con Boca. Y estos diálogos metidos en la novela tienen que ver con eso. "¿Qué vamos a hacer con este niño?" Porque algún día va a ser un hombre y nosotros estamos viendo todas estas cosas que son terribles, ¿no? En los hombres, justo.
Siento que cuestiones como éstas son parte de las construcciones de las identidades y las percepciones que tenemos que ir cambiando. ¿Cómo pensante esos registros en los libros?
Son dos libros que abordan muchísimo la identidad. Son libros llenos de memoria y de justicia. Me pasó también que yo quería problematizar que todos deberíamos tener un nombre, una casa y todos los derechos del niño que están en la Constitución, pero que en este momento están fosilizados en más de la mitad de las infancias y adolescencias. Hoy hay un montón de pibes que están por debajo de la línea de la pobreza, que no tienen agua, que no están haciendo las cuatro comidas y que van a la escuela como pueden, en las condiciones que tienen. Necesitaba relativizar eso, que se da tan seguro y tan cómodamente como derechos universales para los niños y no están pasando.
¿Cómo haces para construir a los personajes con historias como estas, que pueden ser difíciles de pensar?
Yo acompaño. Los juicios de valor míos no tienen nada que ver con los de los personajes, yo me meto dentro de la experiencia de ellos. Miseria es una piba super precarizada. Cometierra tenía una casa, tenía un baño, tenía agua. Y Miseria ni siquiera eso, vivía en una casilla de barro. Ni calles, ni agua, ni un carajo. Era ella y su mamá. Y ella va creciendo en ese universo. De hecho lo vive cuando piensa que le va a hablar a su mamá, que quiere decirle que está súper bien, que tiene una casa, que tiene amigos, que tiene una familia, que va a tener un bebé, que tiene agua. Es otra experiencia, no piensa en que ese muy chica o que debería terminar la secundaria. Yo lo que hago es jamás meterle mi bajada de línea a los personajes, sino acompañarlos y ver qué van encontrando en ese recorrido. Es difícil, obviamente.
En tu carrera docente, ¿qué te pasaba cuando veías sucesos como esos?
A mí me dolía muchísimo ver a las chicas embarazadas. Yo trabajé siempre en primaria, así que cuando había chicas embarazadas, directamente teníamos que dar parte al equipo de orientación porque ya pasaba a ser una violación. Pero también me pasaba que venían ex alumnas de 14, 15, 16 y me contaban: "Seño, estoy de 7 meses". Muchos la felicitaban y a mí se me hacía un nudo en la garganta porque lo veía muy íntimamente, incluso a veces lo padecía como una derrota personal. Yo veía todo el potencial de muchísimas pibas yéndose. Y no es que se te termina la vida ahí, porque yo tuve cuatro hijos antes de mis 21 años. No se termina la vida ahí ni mucho menos, pero sí todo es más difícil. En un barrio, en una situación súper periférica, cuando estás viviendo en una habitación con toda tu familia, es difícil. También me preguntaba: ¿Hasta dónde dónde una elige estar ahí, hasta dónde actúa por necesidad de supervivencia, de afecto, de sentir algo propio, de tantas necesidades que podemos llegar a tener? ¿Dónde empieza eso? ¿Esa supuesta libre elección y todo lo demás que te va llevando como un huracán?
Pienso qué realidades tan diferentes entre estas adolescencias y las condicionadas a madres y padres, que como no les gustaron tus libros ni siquiera les permiten a sus hijes leerlos.
Sí, hay un miedo con el libro, ¿no? Como el libro no presenta una experiencia estética o de disfrute como podría ser una serie, sino que funciona para cierta gente como algo que te lava la cabeza, que te opera, que te formatea. Porque te lo tenés que imaginar vos. Yo igual siento que un pibe del secundario es un lector súper honesto. Que te dicen: "Yo me aburro y cierro un libro". Y en ese sentido, pensar a la literatura como algo que les va a bajar líneas no es mi postura.
¿Tuviste en algún momento alguien que haya cambiado de parecer con esto? ¿Alguien que te leyó y se dio cuenta que la percepción que tenía del libro era diferente?
Me pasó con una madre que no conozco, que llevaba a su hijo a un colegio súper católico, super tradicional. Las familias ahí son papá, mamá y los dos hijitos. Y en ese entorno, este profesor que conozco hace muchos años presentó Cometierra y lo leyeron. Y en el proceso de lectura muchas madres se fueron a quejar con el director. Este profe me dijo que él había podido explicar y que protestaron un poco más, pero lo siguieron leyendo. Pero que había una mujer que estaba activa, un poco liderando toda la protesta, porque en realidad la mujer había escuchado que iban a leer un texto porno y fue a quejarse. Pero pasó que un fin de semana agarró el libro de la mochila de su hijo y se puso a leerlo. El lunes fue súper emocionada y agradecida, pero realmente emocionada, diciendo qué bueno que lean un libro sobre esto. Porque en su caso habían padecido esas violencias machistas, esas violencia de género, y siempre había sido una vergüenza, algo que habían callado, que jamás se hablaba en la casa o en la escuela. Y la novela pudo ponerlo en funcionamiento. La mujer estaba muy emocionada y fue realmente muy fuerte. Hay cosas muy fuertes que me pasaron con el libro, con hijas de feminicidios, con cosas que a veces hasta me cuesta contarlo. La realidad es tan terrible. Yo soy muy cuidadosa a la hora de tomar los casos y armar historias, pero la realidad es tan desoladora por momentos.
¿Sentís que a partir de esto tenés todavía algo para contar?
Y, yo los sigo viendo. De alguna forma veo para dónde van, qué van a hacer, cuáles son las cuestiones que quedaron abiertas por resolver. Me interesa muchísimo, las tengo ahí planteadas y empiezo a armar pequeñas escenas que tienen que ver con eso. Y mientras los vea y los escuche conversar, pelearse, mientras todo siga funcionando así, voy a seguir escribiendo.
Foto de portada: Alejandra López