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Jujeñazo: postal de una pueblada

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Las curvas de la ruta 9, la que une a la capital jujeña con los pueblos de la quebrada, se tensaron. La Quiaca, Abra Pampa, Humahuaca, Tilcara, Purmamarca, Perico y San Salvador permanecieron en vigilia todo el fin de semana del 20 de junio y continúan. En la entrada a cada localidad, cientos de personas hicieron del asfalto un lienzo sobre el cual escribir su historia. Lo que no esperaban es que esa misma tela sea manchada con sangre por la violencia de aquellos que tienen la tarea de cuidarlas.

Cinco siglos resistiendo

A una hora de la capital, sobre ese mismo camino, una fila kilométrica de vehículos espera para tomar a su izquierda la ruta 52 hacia Purmamarca, o seguir por la 9 hasta Tilcara o Humahuaca, los tres pueblos de la provincia norteña más concurridos por el turismo. La hilera de autos, camiones y colectivos es tan larga que no llega a verse el corte; tampoco la represión que en ese momento está llevando a cabo la policía de Jujuy por orden de su gobernador, Gerardo Morales. Es sábado 17 de junio y pasaron pocas horas desde el mediodía.

La rotonda que intersecta a las rutas 9 y 52 aparece apenas girando una curva. Hasta ahí llegaba el corte que ahora quedó metros más atrás por la avanzada de la policía. El panorama es tétrico: cientos de uniformados esperan en hilera, de frente a la manifestación, empuñan escudos y llevan sus cascos puestos. Otros deambulan atentos con armas, las botas gruesas corren a su paso las piedras con las que la gente se defendió de las balas y los gases. Los cartuchos de los proyectiles desparramados desmienten la “paz”, excusa eufemística con la que Morales mandó a herir al pueblo que debía proteger. 

Los cerros empiezan a esconder el sol que cubría la puna. El viento frío llega pero, a metros de ese escenario, del otro lado de las piedras amuchadas sobre la ruta, montones de personas mantienen encendido el fuego y al calor de sus canciones crece una pueblada: el jujeñazo. 

Cinco siglos de coraje

Entre la policía y la gente la tensión no se diluye. Las dividen pocos metros de incertidumbre: de un lado se paran los intereses del poder y del otro, las convicciones de una comunidad que se juntó para dar pelea. Las banderas whipalas permanecen en el aire y sacuden el humo de las gomas y las ramas quemadas. De lo profundo de los cerros, integrantes de las comunidades originarias siguen llegando al llamado de sus hermanos y hermanas. 

En ese escenario, una mujer camina despacio con rumbo contrario al foco de tensión, sus brazos abrazan una mochila y sus pies acarician lentamente el suelo que vino a defender. Leonor es docente de artesanías y, aun con sus años de antigüedad, su sueldo no supera los 45 mil pesos. De la ruta se va para cuidar a sus nietos que la esperan en Tilcara y deja allí a un hijo que hace minutos resultó herido. Aun así sonríe y en su rostro se encuentra la paz que el gobierno jujeño busca equivocado en la violencia. 

Así como Leonor, miles y miles de docentes se convirtieron en protagonistas de un levantamiento que, hasta ahora, tuvo su punto de ebullición entre el 17 y el 22 de junio. Detrás de los guardapolvos se encolumnaron comunidades originarias, mineros, trabajadores de la salud, gremios, artesanos y, más tarde, todo el pueblo jujeño. 

Si bien fueron los salarios de hambre de la docencia los que encendieron la mecha, el mismo gobierno con Morales a la cabeza echó nafta al fuego con una reforma de la Constitución Provincial inconsulta y forzosa. Aprobada el jueves 15 de junio por la noche y jurada el martes 20, día feriado y a puertas cerradas, terminó por unir el reclamo de todos los sectores. Entre sus líneas se leen artículos que, con la excusa de “mantener la paz”, criminalizan el derecho a la protesta y otorgan, disimuladamente, herramientas para desalojar a quienes habiten tierras fiscales. La estrategia sería perfecta —robo y castigo para quien se queje—, si no fuera porque las comunidades originarias resisten con una fuerza que Morales desconoce: el amor por la tierra. 


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En el fondo, los intereses

A cuatro kilómetros de Tilcara se abre en el cerro un camino que desemboca a 2890 metros sobre el nivel del mar en la Garganta del Diablo. Entre cerros de más de doscientos metros, dos paredes rocosas custodian el arroyo alimentado por una cascada que puede verse al final del recorrido. Para ingresar hace falta registrarse en un puesto de información ubicado en lo alto de la montaña. 

“Decidimos que tiene que estar abierto por la prevención de los turistas”, cuenta Teresa, integrante de Ayllu Mama Kolla, la comunidad originaria que se encarga de organizar y cuidar el circuito. “Abrimos porque sino los turistas vienen acá y están solos, entonces venimos nosotros mientras nuestros hermanos están allá, luchando”, aclara. Mientras habla cuelga una bandera whipala y pega en donde encuentra espacio carteles en los que se reafirma el apoyo a sus compañeros y se exige la liberación de las personas detenidas.

“Las comunidades venimos sufriendo el avasallamiento de parte del gobierno hace mucho tiempo. No dan escrituras, no nos reconocen a nosotros ni a nuestro territorio. Cuando quieren hacer explotación minera o explotación del litio, expropian las tierras sin consentimiento de las comunidades. La reforma de la constitución está violando los derechos de los pueblos originarios y legaliza la represión”, relata José Luis, hijo de Teresa. 

Mientras habla con su coca de costado mira de frente a la montaña, como si fuera a la tierra misma a quien le hablara y le pidiera por sus hermanos heridos con balas y gases, pero también por su padre docente. Cuando los menciona de los ojos le brotan lágrimas: “Es muy triste ver a nuestra gente herida, a nuestros mayores en medio del frío. Es muy triste”. 



“El despojo territorial es histórico y estructural, la desigualdad flagrante se organiza en torno a un racismo clasista anti-indio constitutivo de las relaciones sociales en la provincia andina. Y las violencias físicas y simbólicas ejercidas históricamente por las élites locales se extienden y regulan diversos ámbitos de la vida social. En todo caso, los eventos de estas semanas significan un nuevo capítulo de los ciclos recurrentes de ajuste, violencia y represión hacia las clases populares e indígenas”, escribe la antropóloga Guillermina Esposito en un ensayo para Revista Anfibia. Allí la autora afirma que ni la disputa por la tierra ni la violencia del Estado son cuestiones azarosas ni esporádicas. Y narra, desde una perspectiva antropológica, los orígenes de los conflictos que atañen a la zona norteña.

En el texto, Esposito cuenta cómo Jujuy registra actividad minera desde hace varias décadas y cómo ese modelo llegó a instalarse. Además, explica cómo desde la llegada de Morales el modelo se profundizó a pesar de las protestas organizadas de las comunidades indígenas ante las medidas inconsultas. 



El pueblo unido

La represión del sábado por la tarde en la ruta tuvo respuesta de todo el pueblo jujeño primero, y del país entero después. “Necesitamos que se difunda”, fue el pedido unificado de quienes bajaban a la ruta en la entrada a Purmamarca para continuar las medidas de fuerza. Pocos eran los canales de noticias que difundieron fotos y videos de la violencia desenfrenada de las fuerzas de seguridad y los que replicaron lo hicieron tarde. 

La ausencia de los medios se corresponde con los intereses económicos de algunos, pero la tardanza de la información estuvo motivada, además, porque en la ruta la señal para transmitir o comunicarse fue interrumpida. Según los testimonios de las y los habitantes de la zona, fue a partir de inhibidores colocados con ese fin. 

A pesar del avasallamiento la gente en la ruta no dio marcha atrás y resistió las varias represiones, donde no sólo un jóven perdió un ojo por los proyectiles de la policía, sino que hubo decenas de detenciones. “Las comunidades originarias siguen bajando”, anunciaban allí mismo, y se las recibía con aplausos y gritos a su llegada.  Docentes, integrantes de diferentes comunidades indígenas de la puna y la quebrada, gauchos, mineros, trabajadores de los pueblos aledaños y hasta varios turistas se fundieron en canciones que retumban aún entre los cerros colorados y verdes. 

Morales, basura…

Desde la capital jujeña llegó el lunes la peor noticia: la represión se había replicado en el centro y los heridos se multiplicaron. Como si la saña no alcanzará, vehículos sin patente con policías a bordo circundaron la concentración. Se llevaron desde manifestantes hasta personas que no tenían nada que ver con la movilización. El mensaje era claro y las imágenes, escalofriantes. 

Ante el desborde se pronunciaron políticos que no lo habían hecho hasta el momento. Los opositores pidieron al gobernador que acepte la responsabilidad de lo sucedido, los afines a Morales apoyaron el modelo y amenazaron: “Este es el camino”. 

“Argentina debe respetar estándares de uso de la fuerza provincial durante las protestas en Jujuy”, tituló la Organización de los Estados Americanos (OEA) —a través de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)— en un comunicado de prensa donde llama al Estado argentino a “respetar el derecho a la libertad de expresión, los estándares interamericanos del uso de la fuerza, y a llevar a cabo un proceso de diálogo efectivo, inclusivo e intercultural, en que se respete los derechos sindicales y de los pueblos originarios”.

Luego, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos mostró su preocupación a través de una carta. Aun así, a días de lo ocurrido, todavía hay personas detenidas, víctimas de la represión.

En la ruta se endurece el corte: hasta el momento cada una o dos horas se permitía el paso en uno y otro sentido, pero hoy no pasa nadie. Es martes 20 de junio, las banderas whipala son acompañadas por cantidad de banderas de Argentina. En el medio del asfalto, entre las piedras y los rieles de un proyecto de vía que sirvió de insumo para cortar, se canta el himno nacional.

Sobre la montaña se ven los gauchos en sus caballos. En la banquina algunas personas sirven locro en bandejas, un joven con el ojo vendado, herido días atrás por las balas policiales, reparte vasos de plástico y sirve jugo preparado en un bidón. 

Docentes, no delincuentes

El centro de San Salvador se iluminó con cientos de antorchas que encendieron las calles de la ciudad durante dos horas de marcha docente. Es miércoles 21 de junio, la reforma de la Constitución ya fue jurada a puertas cerradas y a las apuradas, no hay respuestas en relación a las paritarias para las y los docentes, ni mucho menos una reflexión acerca de la violencia ejercida durante los días anteriores. 



En la plaza Belgrano confluyen columnas variadas: llegan, por un lado, organizaciones sociales y partidos políticos de izquierda con sus banderas enormes; por otro, las y los docentes encienden velas con otras velas y levantan guardapolvos. Aparecen de mameluco naranja y casco amarillo los mineros que llegan desde lejos, después de más de diez horas de trabajo. Todas y todos levantan carteles que reclaman libertad a las y los detenidos y cantan en una sola voz la misma canción: “Morales, gato, sos un traidor. Le robaste a la educación. Tu has mentido, has engañado a todo el pueblo”. 

El paro docente lleva más de veinte días y continuará por tiempo indeterminado, los cortes cumplen una semana. Las respuestas y las soluciones, bien gracias. 


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