Mi Carrito

Las cartas de Cota

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Por Silvana Castro

Metro y medio levantaba del suelo y no usaba tacos. Después de los 80 la cifosis se le notaba fuerte, chiquita y encorvada, siempre prolija y  maquillada. Con una blusa blanca con lazo y moño se sienta a escribir, otra vez, eso que ya casi sabe de memoria. Las palabras se deslizan por el papel y de tanto repetirlas salen casi sin terror. Sin embargo, no hay vez que no tenga que parar y secarse la transpiración de la mano para terminar de hacerlo. “Testimonio” lleva por título, y su letra firme y redonda casi no ha cambiado. Quizás la insistencia y la repetición tengan efecto; entonces, todos los años, reitera las 35 copias a mano de la carta y las reparte: Ada María Feigelmüller de Senar denuncia que a su hijo, Alberto Senar de 27 años, lo llevaron de la calle Misiones 195, el 15 de septiembre de 1976, personas que dijeron ser de la policía muy armadas… 

Leo sus notas escritas con tinta azul, ordenadas por año, y al comparar los testimonios me doy cuenta como van de la súplica y el miedo a la exigencia y la bronca, pasando por demandas amenazantes y furibundas.

Fue, y de algún modo sigue siendo, una mujer que se puso un pañuelo en la cabeza como coraza y salió a la calle a los 64 años cuando se llevaron al menor de sus hijos, Alberto. 

Cota, la constante 

Nacida en 1912 en la ciudad de Buenos Aires; hija de inmigrantes; dos hermanos; padre emprendedor; madre ama de casa fallecida poco después del tercer parto. Primaria completa y luego la enviaron a  la  Escuela  Profesional de Bordado. Se casó a los 30 años: grande para su época. Ella decía que sus primas le habían vaticinado soltería. Parió a cuatro varones: el primero murió al nacer y a los otros tres los llamó Eduardo, Rogelio y Alberto. Nunca trabajó por un salario. Su vida, hasta los 64 años, fue tal cual se esperaba para una mujer de su clase y su época: tareas de cuidado, peluquería una vez por semana, controlar el presupuesto, vacacionar en Córdoba donde era fácil dormir la siesta y descansar delos muchachos que daban tanto trabajo”. Le gustaba jugar a las cartas y su preferido era  el 26. Cargaba con un síntoma recurrente: el profundo dolor de cabeza. “Sufría enormes y frecuentes jaquecas y tenía que estar a oscuras y en silencio para que se me calme”, me contó en alguna de nuestras charlas.  

Ada María Feigelmüller, Madre de Plaza de Mayo

Se casó de blanco, con el vestido soñado, ajustado al cuerpo, con cola redondeada ni muy larga ni muy corta y corset bordado. Vestido imaginado y  diseñado en su cabeza años antes de conocer al marido. Se casó contenta con un hombre que parecía serio y elegante, un hombre que su padre había elegido inteligentemente para ella, un hombre  que le prometía un lugar en el mundo. Hasta el último minuto de su vida, Ada Feigelmüller de Senar fue  “la señora de Senar”, con una “S” preciosa con un rulo para arriba.   

De la casa a la calle

El 15 de septiembre de 1976 un grupo de tareas secuestró a su hijo y, a partir de ese día, jamás volvió a tener jaqueca. Cota doblaba el pañuelo en tres, lo planchaba con el borde de la mano y lo guardaba en una bolsita. Usaba cartera con correa larga y llevaba siempre un espejito, un labial, su pañuelo y el documento. En la billetera había una foto carnet manoseada de Alberto y otra de Julio, el marido.

En 1977, catorce madres de detenidxs-desaparecidxs se reunieron en la Curia Metropolitana para que las atendiera el secretario del Vicario castrense. Una de ellas, Azucena Villaflor, propuso ir a la Plaza de Mayo con la ingenua  ilusión de   que, si estaban en la plaza, Jorge Rafael Videla las vería y las recibiría. Las 14 madres caminaron desde la curia hasta la plaza y se quedaron de pie frente a la entrada de la Casa Rosada. Ese fue el nacimiento de su manada, y de ese momento histórico somos hijas.  

En una carta del 11 de octubre de 1976 -un mes después del secuestro de Alberto- le escribe a Albano Harguindeguy, ministro del Interior de la dictadura militar que comandaba Videla: (…) No sé si tendrá hijos, pero sí sé que tendrá afectos muy caros para su corazón, tanto como lo es mi hijo para mí y su padre. Fue secuestrado y estamos desesperados. Esta carta se la dirijo a usted apelando a sus sentimientos humanitarios y con la fe puesta en la justicia con que ustedes proceden. Ella creía que los militares actuarían con decencia. Poco tiempo después descubrió que estaba equivocada.

Cota luchando en las calles

En su “Testimonio” de 1978 escribe: En un largo peregrinar he golpeado todas las puertas, pero todo fue inútil; es como si se hubiera esfumado. Como yo, hay miles de madres que llevamos a cuesta esta cruz, con la esperanza de que Dios ilumine a los responsables de la incalificable acción, sin darles la oportunidad de defenderse, dejándonos en la tortura de ignorar su paradero y si es que están con vida o no. Es despiadada la conducta de esos seres que no se podrán llamar humanos. La desesperación es muy grande, pero seguiremos en pie hasta conseguir que se haga justicia. Confiamos en Dios y confiamos en encontrar a alguien que en su pecho aún conserve un corazón capaz de ayudar a tanta juventud privada de su libertad y de su derecho a defenderse como lo tiene el más sanguinario de los criminales”. 

En esta carta repite en más de treinta hojas: esos seres que no se podrán llamar humanos. Las copias las entregará en la Casa de Gobierno, en la Curia, en las Embajadas de Italia, España y Estados Unidos, en la Organización de Estados Americanos (OEA), en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en cuarteles y en comisarías. 

Todos los años, antes de navidad, entregaba una carta al Papa. Comenzaron formales y cargadas de expresiones de fe, pero se fueron transformando en reclamos al borde de la apostasía. En noviembre de 1980 le escribe a la comisión de los Derechos Humanos de la OEA: Hace cuatro años que me aferro a la esperanza de que me devolverán a mi hijo vivo. Confiamos en que ustedes no nos van a defraudar, de ustedes depende la suerte de nuestros seres queridos y la nuestra propia. Les ruego que ayuden a que este martirio termine y aparezcan nuestros familiares cuanto antes. Los saluda una angustiada, pero también, muy esperanzada madre

Cuatro años después de la desaparición, la búsqueda seguía firme. Cota iba perdiendo el aliento pero no la garra. “Fueron años de mucha soledad, solo estábamos las madres y algunos familiares. La gente estaba ocupada, tenían miedo, muchos nos decían que había que olvidar. Solo estar juntas nos animaba”, me contaba cuando le preguntaba cómo hizo para seguir.

En 1981, en un papelito de cuaderno con letra redonda y firme, le escribe al presidente de facto, Roberto Viola: Mi hijo es enemigo de la violencia, venga de donde venga. A esta altura, me pregunto si no he estado equivocada al enseñarle a ser justo, honrado y decente. Más le hubiera valido ser un ladrón o un asesino, al menos, hubiera tenido un juicio, una defensa, una condena y yo sabría dónde y cómo está. En cambio, ¿ahora qué? Como usted, señor Presidente, soy creyente, tengo fe en dios y sé que él es justo y esa justicia tarde o temprano nos alcanzará a todos.

El dictador, miembro del ejército, fue condenado en el Juicio a las Juntas de 1985 como autor de 86 secuestros, 11 actos de tortura y varios robos.

Tuve la suerte de acompañarla los últimos años de su vida y hubo una pregunta que le hice muchas veces y siempre tuvo la paciencia de contestar: “¿Tuvo miedo Cota?”. Sus respuestas iban variando, creo que respondía recordando momentos vividos e intentando encontrar las palabras: “Miedo he tenido, pero el miedo me hizo fuerte. En noches oscuras, pensaba que si me llevaban podría volver a ver a mi hijo, después, me fui dando cuenta de que nada bueno podía esperar de esas bestias”.

Envejecer en democracia

El pañuelo le aplasta los rulos armados y prolijos de la peluquería; por eso se lo ata suavemente, saca el espejo, se pinta los labios y camina a situarse en la primera fila. Ese reflejo, el de tener los labios pintados, no lo abandonará nunca.

“No sé cómo me hice vieja, debe haber sido caminando que envejecí. Nunca dejé de dar la vuelta estando sana. Me enfermé poco estos años, había cosas que hacer, reuniones a las que asistir, ordenar el archivo, el periódico. Estar adelante sosteniendo la bandera es muy importante. Las viejas somos el escudo, los jóvenes vienen atrás y ahora podemos protegerlos con nuestros cuerpos”.

En la fiesta de sus 90 años bailó con sus amigas –las otras Madres de la Plaza- y con su bisnieta Julieta, y en medio de la fiesta brindaron por sus hijos y todos cumplimos con el rito: ¡30 mil compañerxs detenidxs desaparecidxs. Presentes! ¡Ahora y siempre!

-¿Le tenés miedo a la muerte, Cota?

-A veces la veo venir, sé que está viniendo y yo le digo: todavía no, tengo muchas cosas que hacer. No le tengo miedo a la muerte. Miedo tengo de vivir al pedo, miedo tengo de quedarme tonta. Me faltan muchas cosas por hacer, mientras la cabeza me aguante, voy a seguir y a la muerte la echo. 

Cota vivió hasta los 94 años, se fue yendo despacito, como consumiéndose, y dejó de existir un 27 de septiembre, exactamente treinta años después que se llevaran a Alberto. Ella dejó de ir a la plaza dos años antes, cuando los episodios de demencia senil la privaron de conciencia y tuvo que ser medicada.

Hoy quiero contarla sin decirles cuán enamorada estuve de ella y cuánto me acompaña ahora, que tengo casi la edad que tenía ella cuando la conocí.  Envejecer en esta región del mundo, y en este tiempo, es para las mujeres un trabajo poco sencillo y, sin duda, envejecer es un privilegio. Cota envejeció en democracia y  fue maravilloso. Fue acompañada, querida, mimada y fotografiada desde mil ángulos diferentes. Se reconstruyó junto con las otras madres y fue otra con las demás, otra en la lucha. Esa mujer pequeña, arrugada, con una joroba pronunciada, que nunca dejaba de mirarse al espejo y elegir la ropa que le quedara bien. Esa mujer de letra clara e insistente que supo reinventarse cuando encontró su manada, bordó el pañuelo con el nombre del hijo y lo guardó para salir con uno que no tuviera el nombre, porque asumió que todos eran sus hijxs.  

-Esta nota fue producida en el marco del Taller de Perfiles Feministas de Feminacida-


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