En los barrios populares casi ningún derecho se encuentra plenamente garantizado. Argentina supera actualmente el 40 por ciento de personas en situación de pobreza y para esta población es algo cotidiano tener que rebuscársela día a día para comer, no contar con una vivienda digna o sobrevivir yendo a un hospital sólo cuando el dolor imposibilita continuar con las actividades diarias. La salud mental en este contexto queda en un lejano segundo plano, a pesar de la angustia e incertidumbre con la que se convive constantemente, y requiere intervención urgente del Estado.
En los hospitales y salas de atención de salud mental suelen haber muchxs menos profesionales que los necesarios y, mientras el sector atraviesa un desfinanciamiento sostenido en el tiempo, la pandemia trajo un aumento inusitado de consultas que profundizó la grieta entre los que pueden acceder a una salud paga y los que no. Para quienes la plata a fin de mes no alcanza, mantener un tratamiento prolongado es muy complicado a causa de diferentes problemas como el tiempo y el dinero que implica viajar regularmente a un consultorio. Además si alguien se acerca a pedir ayuda, pero necesita esperar dos meses para recibirla, es muy probable que se llegue demasiado tarde. Ni hablar de lo costosos que suelen ser los medicamentos psiquiátricos para quienes los necesitan a diario.
Un informe publicado por la Garganta Poderosa desde el Observatorio villero denunció que, a pesar de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que se necesitan más de 23 profesionales de atención de salud por cada 10 mil habitantes para una cobertura adecuada de atención primaria, en los barrios el número no se encuentra ni cerca de ser alcanzado. En Yapeyú, provincia de Córdoba, hay una sola psicóloga para 10 mil habitantes; en la Villa 21-24 de Capital Federal sólo 12 profesionales atienden para más de 70 mil personas y en el barrio Madres a la Lucha, Río Gallegos, ni siquiera hay uno.
Frente a la villa de emergencia Loyola, en San Martín, se ubica el Hospital provincial General Manuel Belgrano donde cerca de 70 profesionales, entre psicólogxs y psiquiatras, responden a la consulta de quienes se acercan, sin turno, todas las mañanas de lugares tan lejos como Escobar y Pilar. Ricardo Mauro, jefe de servicio de salud mental allí, destaca que los actos violentos y los consumos problemáticos, incluso en edades tempranas, son los temas más comunes en los consultorios de su servicio y que estos han aumentado durante la cuarentena.
“Los barrios tienen un adentro y un afuera relativo y cuando se decretó la cuarentena, el adentro se vio delimitado por las grandes avenidas, las calles plazas, las esquinas, los pasillos. Los lazos violentos son intrafamiliares, pero también intramuros y en el interior de las familias es difícil el acompañamiento de las mujeres porque están atravesadas por mucho miedo”, cuenta Mauro.
Al profundizar sobre el consumo problemático es importante evitar caer en el prejuicio que lo relaciona directamente con la clase social. Hay que tener en cuenta que vivimos en una sociedad consumista en su conjunto y esta problemática es transversal en todas los estratos. Para el psicólogo la única diferencia es que en las zonas socio-vulnerables, el consumo “es más ruidoso” y que para quienes tienen los recursos, existen más herramientas al momento de tratar cualquier problema de la subjetividad. “Eso es el prejuicio de cierta clase social, en todos los estratos sociales hay consumos llamados problemáticos. Es más ruidoso porque los medios nunca se ocupan en ir a ver que pasa en Recoleta”, sostiene.
Al respecto, Emiliana Alliani, trabajadora del área de asistencia de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico (SEDRONAR) coincide en este punto y agrega que es una cuestión complicada de abordar ya que faltan datos duros al respecto y que solo se trata “de la punta del iceberg” de muchas otras problemáticas de fondo.
“No hay una plataforma de política pública que garantice que en todos los barrios populares puedan llevarse adelante propuestas comunitarias para el tratamiento y acompañamiento. Entonces un sujeto de clase media va a la prepaga o al sector privado y puede acceder a ese tratamiento. La vecina del barrio popular va a un CESAC o a un centro de atención primaria y no encuentra el recurso humano para ser acompañada”, señala.
Por otra parte, Alliani puntualiza que hubo un grave aumento de este tipo de consumos con la llegada de la pandemia y que también exacerbó otros problemas relacionados con la violencia de género. “Las mujeres que atraviesan el consumo problemático son doblemente penalizadas: se las culpa por su situación de consumo y por no llevar adelante o abandonar roles asignados y construidos socialmente hacia el género femenino”.
Es así que se vuelve evidente que la perspectiva de género es fundamental en la atención. Dania D’ovidio, psicóloga y sexóloga feminista y lesbiana, ha militado este abordaje durante toda su carrera: “Lo que más me sorprendió fueron los trastornos de ansiedad, los ataques de pánico en mujeres y feminidades. Gran parte de eso tiene que ver con la sobrecarga de las tareas de cuidado y el trabajo precarizado”, relata.
Además D’ovidio trabajó muy de cerca con la comunidad LGBTIQ+ reconociendo que son quienes sufren las mayores complicaciones en el acceso al sistema de salud en general. Cuando se acercan para realizar sus tratamientos de hormonización o los chequeos regulares tienen “bastante miedo” y ya se ha vuelto histórico que encuentren en los lazos comunitarios el acompañamiento que se le niega en la atención pública.
“Hay muchos problemas con el maltrato, la negación de la identidad, la patologización, el rechazo a la atención. Por algo es un colectivo que tiene una expectativa de vida entre 35 y 40 años. Corre mucho ir pasando y recomendando los profesionales amigables o con perspectiva de género dentro del colectivo”, dice D’ovidio.
En los centros de salud suele invisibilizarse a las identidades disidentes. En la mayoría de los espacios no hay un abordaje que tenga en cuenta a esta población y la mayoría de quienes atienden no han adquirido las herramientas necesarias. Para la psicóloga, les trabajadores de la salud tienen la responsabilidad de formarse, “no hay que lavarse las manos y agarrarse de que esto no lo vi en la universidad”.
“La posibilidad de elegir a tu psicolgue es de la clase media y alta, en los barrios populares te atiende el profesional que está a disposición y no hay posibilidad de escoger a quien te acompaña en estos procesos, más en el colectivo LGBTIQ+”, avisa D’ovidio.
En este marco, los lazos sociales salen al rescate nuevamente. Es el caso del CIC Almafuerte dentro de la red territorial de Salud Mental de La Matanza. Allí se implementó un abordaje integral y comunitario gracias al fuerte vínculo que existe en el territorio. En el límite entre el Barrio Almafuerte y Villa Constructora, la licenciada en psicología Carolina Wajnerman, junto al equipo que trabaja estas temáticas, reciben a lxs vecinxs que se van acercando al centro.
En este espacio se pone especial énfasis en quitar peso a la figura profesional y dar respuesta con acciones cotidianas para trabajar desde el cuerpo las cosas que todavía no se saben decir con palabras. “Muchas veces hablar de tratamientos es una idea de estructura que no siempre es posible en los barrios populares porque hay muchas idas y vueltas y disrupciones en la vida. Somos una institución más que se suma y vamos acompañando en lo que es posible”, cuenta Wajnerman.
En ese sentido, la psicóloga advierte que si sólo contaran con la atención tradicional e individual estarían “igual de saturados que otros servicios”. Por eso cuando algunx vecinx se acerca se recomienda a alguno de los grupos que ya están funcionando de acuerdo a sus necesidades.
“Puede que una persona con ataques de pánico se sume ese mismo lunes al taller de movimiento, danza y respiración donde trabajamos técnicas de respiración. Nosotros lo invitamos al día siguiente al que se acerca a empezar a sentirse mejor. Aunque no podamos ofrecer a todos los que vienen las entrevistas individuales”, afirma Wajnerman.
Por otra parte, allí el trabajo de los vecinos es fundamental. Claudia Suarez se acercó hace nueve años al CIC y nunca más se fue. Aunque nunca antes había participado en ningún tipo de terapia, hace años que trabaja como voluntaria con la esperanza de poder ayudar a gestionar las emociones de otros como ella logró aprender. En los encuentros de “mate con escucha”, lxs vecinxs se juntan a hablar sin que el terapeuta tenga un rol de iluminado, allí “la sabiduría es de todos los que tengan algo para contar”.
“En el barrio hay un poco de tabú con ir al psicólogo y la salud mental en general. En los grupos siempre hablamos de que se piensa que es para los locos y los que ven desde afuera piensan que es algo malo. Mate con escucha surgió como un espacio para hablar y aunque es un grupo de autoayuda, no lo publicitamos de esa manera”, cuenta Claudia.
Dentro del CiC también funciona “Ovillando sentidos”, una propuesta destinada a mujeres que se acercan para hablar y conectar a través del cuerpo. Allí saben que no van a ser juzgadas y se animan a decir en voz alta alguna de sus preocupaciones más grandes. “Quizá no tenemos la solución, pero con que lo pueda hablar y lo pueda expresar y que del otro lado alguien lo pueda contener con la mirada, ya es un montón para esa persona”.
Estos espacios de contención se vuelven todavía más necesarios con la campaña de vacunación avanzada y mientras recuperamos algo de la normalidad que solíamos conocer. Al respecto, lxs especialistas de la salud mental ya señalan un aumento en los trastornos de ansiedad, profundización de fobias y una gran demanda de lxs jóvenes que han visto su sociabilización suspendida y entre los que las autolesiones y las ideas suicidas se han incrementado.
Para todo el mundo este tiempo ha sido duro, pero no olvidemos que aunque las heridas emocionales son difíciles de localizar y de curar, es justo que todos tengamos la oportunidad de hacerlo. Es momento de que las políticas públicas se ocupen de la salud mental.