Jugadoras noruegas de beach handball que afrontan multas por rechazar la bikini como prenda obligatoria para competir; gimnastas alemanas que visten mallas de cuerpo entero, desafiando el canon en la clásica disciplina; un saltador inglés que declama “soy un hombre gay y también soy un campeón olímpico”, y teje a crochet mientras espera su turno; una brasileña de 13 años se convierte en la medallista más joven y lo primero que dice es que el skate no es solo para los nenes. Todas postales de Tokio 2020, el evento olímpico dilatado un año por la pandemia, que finalmente comenzó y está marcado por la época. Los Juegos de la igualdad, se dijo en algún momento, porque las políticas del Comité Olímpico Internacional (COI) habilitaron que las atletas puedan llevar a niñes en edad de lactancia —aunque luego se conoció que eso fue restringido por cuestiones de protocolo sanitario. También porque se alcanzó la composición de deportistas más cercana a la paridad: 48 por ciento de mujeres entre les 11 mil que viajaron a la capital japonesa, aunque esto no aplica a Argentina, ya que en nuestra delegación los varones doblan en cantidad a las mujeres: 130 y 58, respectivamente.
Tanto los desafíos a la norma sexista como las políticas que buscan garantizar la igualdad son una marca de época, y los Juegos no están exentos. De hecho, la Presidenta del comité organizador del evento, Seiko Hashimoto, asumió tras los dichos machistas de Yoshiro Mori, quien debió presentar la renuncia. Pero la revolución feminista siempre va un paso delante de lo que pueden las instituciones: ya no alcanza con reclamar los mismos derechos que los varones o con repudiar la sexualización de las atletas; también vamos por la deconstrucción del binomio que organiza las pruebas y competencias. Esa estructura binaria varón-mujer no es propia del deporte, sino que allí se cristaliza la forma como nos organizamos en las sociedades —con algunos matices— tanto en Oriente como en Occidente. Por eso, la discusión tiene varias dimensiones y no hay una posición única desde los feminismos respecto a cómo dirimirla. Lo cierto es que, mientras debatimos la teoría, en la práctica hay al menos tres atletas en este megaevento que han desafiado la cisnorma.
En ciclismo BMX, una mujer trans llegó como suplente para competir por Estados Unidos. Su nombre es Chelsea Wolfe, tiene 28 años y en 2020 estuvo en boca de muches en su país, porque criticó abiertamente la gestión de Donald Trump y los dichos transfóbicos del entonces presidente. Mientras tanto, en el país vecino de Canadá, une futbolista trans/no binarie (sus pronombres en inglés son they/them) llamade Quinn llegó a los Juegos compitiendo como parte de la selección femenina. Pero sin dudas, de quien más hemos leído por estos días en los medios es sobre Laurel Hubbard.
Levantar pesas y hacer historia
Laurel Hubbard es una neozelandesa de 43 años que practica halterofilia —levantamiento de pesas— y que fue parte de la prueba en la categoría femenina de +87 kilos. Para poder estar ahí, Hubbard no sólo tuvo que hacer buenas marcas en los torneos clasificatorios sino que, a diferencia de sus rivales, debió testear su cuerpo para dar cuenta de que cumple con el parámetro habilitante de la feminidad deportiva: la prueba de testosterona. Desde 2015, año en que se reunió el COI y elaboró el documento de lineamientos para atletas transfemeninas, se desestimó cualquier obligación de intervenirse quirúrgicamente para poder participar. Eso sí: se fijó un tope de testosterona permitido. En el documento se estableció el límite en 10 nanomoles por litro de testosterona, el cual hoy se ha reducido a 5 nanomoles para determinadas pruebas.
Decir que la llegada de Hubbard al máximo evento deportivo “levantó polémicas” sería poner el termómetro en los comentarios transodiantes típicos de las redes sociales; lo cierto es que Hubbard cumple con todos los reglamentos y ya ha participado exitosamente como mujer trans en pruebas anteriores. Sin embargo, previo a que la halterófila compitiera el pasado lunes, medios de todo el mundo alimentaron el halo de sospecha sobre ella y reavivaron la discusión respecto a si los espacios “de mujeres” —léase de cismujeres— necesitan ser protegidos de la intrusión “masculina”. Uno de los aspectos más controversiales —o donde más se enfatizó para generar controversia— es que Hubbard compitió largo tiempo antes de transicionar: hasta los 35 años practicó halterofilia de forma competitiva en la categoría masculina. Los estudios que indican que esto podría generar una ventaja injusta sobre las rivales cismujeres no son determinantes, y tampoco lo son aquellos que dictaminan que la testosterona en las mujeres debería limitarse.
Lo cierto es que la neozelandesa no tuvo una buena performance esta semana, fallando en los tres intentos de la prueba eliminatoria que podía llevarla hasta la final. Horas más tarde, la china Li Wenwen se coronó como campeona olímpica de la prueba: levantó un total de 320 kilos (140+180) y rompió el récord olímpico. La plata fue para la británica Emily Campbell (283) y el bronce de la estadounidense Sarah Robles (282). Ante este panorama, Laurel no pudo llegar tampoco al diploma olímpico que reciben las atletas hasta la décima posición. Es decir que hubo al menos diez cismujeres que pudieron levantar mucho más peso que esta mujer trans, sin ningún inconveniente. Con toda probabilidad, si el resultado hubiese sido otro, hoy estaríamos surfeando entre un sinfín de mensajes transodiantes, tanto en los medios como entre las feministas transexcluyentes, que suelen hacer énfasis en la peligrosidad de que mujeres cis se enfrenten a mujeres trans en cualquier instancia deportiva. Esto tampoco significa que debamos enaltecer la derrota de Hubbard como una muestra de nada: si vamos a desandar los binarios, también hagámoslo en las discusiones. Pero, por lo menos, este escenario nos habilita a pensar a las deportistas trans como una posibilidad de fuga del binomio, y nos aleja del pánico moral sobre el daño inminente que sufrirían las cismujeres. Y, como plus, se pone sobre la mesa una vez más que existen mujeres alrededor del planeta, tanto cis como trans, que son fuertes, fortísimas, más fuertes que la inmensa mayoría de los cisvarones. ¿Parece obvio? Pues para el COI no lo es, ya que la prueba de halterofilia, disponible para la categoría masculina desde los primeros Juegos en Atenas 1896, recién fue habilitada para las mujeres en Sidney 2000. El año en que nació Li Wenwen, quizás con un designio sobre su destino de campeona. ¿Se imaginan qué más podremos hacer las mujeres cuando achiquemos los 104 años de ventaja que nos llevan los hombres en esta competencia?
No entrás al club de chicas
En 2015 se realizó una reunión donde se determinó que los niveles de testosterona máximos permitidos para la categoría femenina en cualquier deporte son de 10 nanomoles por litro. Esta disposición no se dio por la buena voluntad inclusiva del Comité sino que fue una respuesta a la necesidad de trazar un límite: los nenes con los nenes y las nenas con las nenas. Y es que desde hace 12 años, hay una corredora que ha puesto en crisis los supuestos acerca de la feminidad en las deportistas. Se trata de la sudafricana Caster Semenya, especialista en 800 y 1500 metros. Semenya tiene una aparente condición dentro del espectro de la intersexualidad cuya consecuencia es un “síndrome de hiperandrogenismo”, por el cual sus índices de testosterona son más elevados. Acá hacemos una pausa. ¿Más elevados que qué? Que los límites establecidos por el COI luego de que las rivales de Semenya la denunciaran por supuestas sospechas a partir de que su performance mejoró “mucho” en el Mundial de Atletismo de Berlín (2009). La paradoja: se levantan sospechas en torno a una atleta, se elaboran normativas en torno a esa sospecha, la atleta no cumple los parámetros, entonces se la excluye.
Una pregunta, entre las tantas posibles, es qué levantó las sospechas que devinieron en toda esta normativa, si las marcas sobresalientes de Semenya nunca fueron excepcionales (de hecho, al día de hoy no es dueña del récord mundial en ninguna de ambas pruebas). Sus tiempos, incluso, siguen más cerca de las marcas femeninas que de las masculinas. Entonces, aparecen dos dimensiones para pensar: su negritud –la feminidad hegemónica está asociada a la mujer blanca y “delicada”— y su lesbianismo –es una chonga masculina, diríamos acá—. De hecho, está casada con la atleta Violet Raseboya, con quien esperan su segundo hije. Semenya descoloca y asusta. No la queremos aquí, puede lastimar a alguna mujer. El caso de la corredora sudafricana es paradigmático porque la solución encontrada por las autoridades fue que ella reduzca sus índices de testosterona mediante una terapia hormonal; es decir, que practique un dopaje inverso para brillar menos en las pistas. ¿Se imaginan pedirle a Michael Phelps, el nadador plusmarquista con características físicas excepcionales, estudiadísimo por la ciencia, que se dope para nadar más despacio? ¿Alguien midió la testosterona de Usain Bolt, el hombre más veloz de la historia?
Hoy, Caster Semenya no está corriendo porque se resistió a intervenirse para andar más lento. Por eso no la vemos en Tokio, aunque a sus 30 años podría estar en su plenitud física y en la cima de la carrera. Desde hace una década, Semenya mantiene un enfrentamiento legal con las autoridades de Word Athletics (la Federación Internacional de Atletismo, antes IAAF) y se resiste a modificar su composición hormonal de forma artificial para complacer a los guardianes de la buena feminidad. El año pasado recurrió al Tribunal Europeo de los Derechos Humanos y, a la espera de la sentencia, intentó clasificar en los 5000 metros (donde no hay regla que la excluya) pero no logró estar entre las mejores marcas. Por eso hoy no está en la capital japonesa y no podemos verla en su clásico saludo con los bíceps en alto. En sus redes, a principios de año publicó: “Esta lucha no se trata solo de mí, se trata de tomar una posición y luchar por la dignidad, la igualdad y los derechos humanos de las mujeres en el deporte ¡Todo lo que pedimos es poder correr libres como las mujeres fuertes y valientes que somos!”.
En la misma situación hay dos corredoras namibias, Christine Mboma y Beatrice Masilingi. Ambas tienen 18 años y sus marcas en los 400 metros llanos las colocaban fácilmente entre las seleccionadas para los Juegos. Sin embargo, la Federación Internacional de Atletismo les impidió ser parte de la competencia. ¿Y esto por qué? Porque, aparentemente, con sus niveles naturales de testosterona estarían en ventaja sobre las demás. Sin embargo (y evidenciando las contradicciones de estas normativas) ambas fueron aceptadas para los 200 metros llanos, donde aparentemente no aplica la ventaja injusta. Los resultados: Mboma obtuvo la medalla de plata y Masilingi quedó en el sexto lugar. Si bien no hemos encontrado declaraciones públicas de ellas sobre el tema, los gobiernos de sus países ya avisaron que tomarán cartas en el asunto una vez finalizado Tokio, dado que es notorio cómo estas normas sólo afectan a naciones africanas. Y aquí no termina la lista: Francine Niyonsaba de Burundi y Margaret Wambui de Kenya quedaron afuera de la prueba de 800 metros. A fines del año pasado, Human Rights Watch se expidió sobre el tema: dijo que estas restricciones "alientan la discriminación, la vigilancia y coercionan la intervención medica sobre las atletas, resultando en daños fisicos y psicológicos y en dificultades economicas”. En resumen: hay cinco atletas negras que no están ahora disputando medallas en las pistas porque alguien dijo que no eran lo suficientemente mujeres para correr contra otras mujeres.
Proponer estas lecturas críticas apunta a evidenciar el entramado racista y heteronormado que da forma a las competencias deportivas, y al deporte en general. De ninguna forma pretende solventar la discusión en torno al binarismo en el deporte, que todavía hoy puede ser una forma válida de organización de les deportistas y, quizás, la más viable que hemos sabido encontrar hasta ahora. Las diferencias de fuerza, potencia y velocidad entre cuerpos nacidos en el extremo masculino del espectro y los nacidos en el extremo femenino existen. Estas diferencias son cuantificables, medibles y, de hecho, bastante evidentes. Negarlas no llevaría a buen puerto; disolver hoy toda frontera entre la M y la F no es un horizonte realista, aunque puede servirnos para trabajar. Por ejemplo, para preguntarnos si no hay otros aspectos que el deporte podría medir y premiar por sobre aquellos masculinizados: ¿qué hay de la habilidad, de la flexibilidad, de la estrategia? ¿Acaso es necesario molerse a patadas para hacer un buen partido de fútbol? Y en las carreras, si lo que más preocupa es la ventaja, ¿por qué no pensar en categorías por peso u otro rasgo corporal determinante, como se hace en tantas otras pruebas?
Verificar el sexo, controlar el género
Es cierto que las verificaciones de sexo no comenzaron con Caster Semenya. A lo largo del siglo XX, hubo momentos donde se reavivó el pánico moral en torno a la intrusión masculina en el deporte femenino. Como si fuera un fisgón en el vestuario de las chicas, cada tanto aparecía la sospecha de que un hombre pudiera estar entre las atletas y así obtener victorias tramposas –porque claro, los hombres son siempre superiores en cualquier disciplina, de forma indiscutida-. Esto se dio especialmente en el contexto de la Guerra Fría, ante el temor de que deportistas del Este obtuvieran medallas de forma ilegítima.
En los años 60, para obtener el “certificado de feminidad”, a las atletas se las hacía desfilar desnudas delante de un comité evaluador (compuesto de hombres, por supuesto), e incluso se les llegó a hacer exámenes táctiles. En 1968, esta práctica se abandonó por lo vejatorio del procedimiento, y se avanzó en el análisis de la cromatina sexual. Así, las décadas fueron pasando y en los años 90 se estableció un consenso de que los casos “dudosos” definieran considerando el entonces llamado sexo psicológico. Los análisis de verificación hormonal se reservaron únicamente para las deportistas trans. ¿Por qué hablamos siempre de límites y requisitos para la categoría femenina? ¿Acaso no hay varones trans que hagan deportes? La respuesta está a mano: tenemos tan naturalizada la idea de que los (cis)varones son superiores físicamente en todo a las (cis)mujeres, que a nadie preocupa que una persona con genitalidad femenina se mida en la categoría masculina. Se asume, de hecho, que nunca podrán llegar a un nivel olímpico, por lo que no es un problema para las reglamentaciones.
Luego de un impass a fines de los 90 en la realización de controles, en 2009 Caster Semenya compitió en un Mundial de Atletismo y algunas rivales denunciaron sus sospechas. Desde entonces hasta ahora —y con el conflicto de por medio de la corredora hindú Dutee Chand, similar al de Semenya—, se ha avanzado hacia un consenso de que la forma más eficiente de verificar la feminidad es la medición de testosterona. Consenso del que participan médicxs y otros especialistas de la ciencia y los deportes, salvo las deportistas afectadas, que denuncian la injusticia de estas normativas. Porque los límites de testosterona establecidos, supuestamente adecuados a la carga hormonal de una mujer promedio, no cuadran con todas las mujeres; y no solamente dejan afuera a muchas mujeres trans, sino también a cismujeres negras. Cabría preguntarse: ¿en qué modelo de mujer se basaron para determinar los promedios de testosterona en sangre que tenemos todas nosotras? ¿Qué colores porta esa feminidad?
Tokio 2020+1 nos está dando muchas sorpresas, de las lindas y no tanto. Siendo el evento deportivo más importante de todos, nos atraviesa como sociedad, nos conmueva o no seguirlos por la tele. Hace días que nos tiene hablando sobre salud mental, sexismo, ampliación de derechos y gestos políticos. Quizás estemos en ese momento de la historia que es antesala de una ruptura mayor: hoy hablamos de que la bikini no puede ser un requisito para competir, pero es inminente dar un salto para hablar del futuro del deporte mixto (que en estos Juegos batió el récord con 11 pruebas) y de cómo podremos potenciar las habilidades de las personas, en vez de restringirlas, sea cual sea su sexo asignado al nacer y sin importar tanto su identidad de género. El sistema sexogenérico ha sido desestabilizado y el deporte no podrá sostener mucho más tiempo la ficción binaria. Pero para desarmarla, será preciso que deje de sostener también el sistema racista que subyace al deporte moderno. Quizás, a la vuelta de la pista nos estén esperando otras formas de categorizar que no restrinjan sino que empujen a dar más; más rápido, más alto, más fuerte, como clama el lema olímpico, y sin exclusiones.