Mi Carrito

#YoAborté: de la vergüenza a la militancia

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[Relato escrito por Lucía]

“Si no se lo decís a tu mamá, se lo digo yo”, me dijo media ahora antes de venir a casa, en uno más de sus atropellos. Tenía 19 años, me acababa de separar de un tipo violento y llevaba dos meses de embarazo.

Sonó el timbre y sabía que el tiempo se me había acabado, que si no lo decía íbamos a tener al tipo contando lo que yo no quería contar. Porque, tal vez, si no lo contaba, no estaba pasando.  

Le dije a mamá, le dije que estaba embazarada y que no sabía qué hacer. Ella tampoco. Que el que estaba tocando el timbre era el tipo este y que no quería ni verlo. Le expliqué que había hablado con no-se-quién para ir a no-se-dónde a sacármelo por 300 pesos. Me dijo que no, que íbamos a ir a un médico.

Yo estaba muerta de miedo pero convencida de que no iba a ser madre. No a los 19 años, no de un tipo que me había pegado.

Mamá me llevó a la pediatra, a su obstetra, recorrimos cuanto consultorio hizo falta. "No, de eso no se nada", decían. Hasta que uno nos dio un papelito escrito a mano: "No sé muy bien, pero llámenlo"

Enero del 2003. Mamá me dio los 1500 pesos, que en ese momento eran mil dólares, y alcanzó. Era un obstetra. Las paredes del consultorio estaban tapizadas con fotos de familias y mamás con bebés. Todos me sonreían. Nos explicó que para él era un “proceso médico”, que me iba a anestesiar y que el “procedimiento” no duraba más de media hora. No lo hacía ahí, teníamos que ir a otro lugar al día siguiente, a la mañana.

Fuimos a un departamento en Palermo, a la vuelta del shopping, un sábado a la mañana. Papá había vuelto de raje. "No, no te asustes, no pasó nada grave. Lucía está bien. Esta embarazada", le dijo mamá.

"Vos vas a contar hasta diez, pero para atrás", me dijo la asistente. Y me dormí. Cuando me desperté ya había pasado todo. Mis viejos me miraban asustados. Me abrazaron. Me cuidaron. "Si sangrás demasiado o si tenes mal olor, me llamás", indicó el doctor.

Nada de baños de inmersión por un mes. Papá compró hamburguesas en Mc Donalds, vimos películas, nos reímos. Ellos dejaron de llevarse como el orto por un día. El domingo mi tía festejó sus 50 años y fui con mala onda. Mi abuela me lo recordó por años: "¡No sé qué te pasaba ese día, pero tenías una cara!" El lunes ya estaba trabajando. A los diez años vino el alivio porque ya no podía ir presa. El delito había prescripto y ya no me podían denunciar: ni el tipo, ni una ginecóloga, ni nadie.

La vergüenza duró unos años más, hasta que decidí transformarlo en militancia.


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